“Su suicidio es en realidad un asesinato. ¡Ya basta de tanto abuso! Que su sacrificio sirva para entender que la lucha política tiene límites. Que no se puede jugar con honra y libertad de las personas” Rafael Correa, el 17 de abril del 2019
El 17 de abril de 2019 murió por propia mano el dos veces presidente de la República del Perú Alan García Pérez, después de agonizar por algunas horas en el Hospital Casimiro Ulloa. Un disparo en la sien acabó con la vida de una personalidad que marcó la política del país por cuatro décadas. Unos minutos antes que una bala segara su existencia, agentes de la Policía y un fiscal iniciaban una diligencia judicial que tenía como fin su detención preliminar.
¿Qué llevó al ex mandatario a tomar esa decisión? Si nos dejamos llevar por la mayoría de columnas de opinión, reportajes y libros que han aparecido – y siguen apareciendo - desde la primera hora que se supo de su fatal determinación, el motivo que empujó a García sería el cerco judicial que contaba – ahora sí, después de años de buscarlas – con las pruebas irrefutables de su corrupción.
Para el público poco atento, sea peruano o no, tal unanimidad roza con la verdad indudable. Pero hay un detalle que los defensores de esta versión oficiosa de los hechos pasan por alto. Son pocos los que reconocen, al esgrimir la fuga de la justicia como la razón del suicidio de García, que ellos eran opositores políticos del ex presidente y de su partido, el más antiguo del país, el Apra.
Yo no voy a evitar hacer el disclaimer de rigor. Soy militante aprista. Es más, mi familia lo es. Sin embargo, nunca conocí en persona al fallecido líder político. Yo tengo una lectura distinta de los hechos, que trataré de explicar con la objetividad que la pasión de un acontecimiento tan fuerte y cercano lo permita.
Lo sucedido fue un magnicidio. Se buscó la eliminación total del rival más hábil que tenía al frente el gobierno del momento, detentado por Martín Vizcarra. Como ya había sucedido con Keiko Fujimori, lideresa del partido con más congresistas en aquellos días, la intención era mostrarlo con un ominoso chaleco antibalas con la palabra Detenido y las manos esposadas. La destrucción de su imagen, construida por años, de un líder que se empinaba encima de las medianías de sus adversarios. No olvidemos la leyenda urbana que decía que Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del aprismo y el político que marcó el siglo XX peruano sin haber llegado al poder, lo preparó para ser presidente.
Pero recapitulemos. Desde su primer gobierno (1985-1990), el sambenito que le colocaron sus opositores, en especial los de derecha, es que fue corrupto. Se habló de una casa en La Florida, una mansión al lado de la de Julio Iglesias. También se difundió como verdad unos movimientos bancarios en Islas Gran Caimán. Acabado su gobierno, se le investigó por el Poder Judicial, siendo absuelto. Pero llegó el 5 de abril de 1992, el autogolpe de Alberto Fujimori.
Ese día, su hogar fue baleado por militares con cuatro de sus hijos dentro. Él escapó por los techos refugiándose en la casa de un vecino – un ex primer ministro de Alberto Fujimori, Juan Carlos Hurtado Miller. Para esa huida hizo disparos al aire para ganar tiempo. Logró salir asilado – primero a Colombia, después a Francia – junto a su familia.
Se puede entender su aversión a la cárcel. En su libro póstumo Metamemorias Alan García cuenta cómo le chocó el no haber conocido a su padre de niño por estar éste en prisión. Prisión por ser aprista, dicho sea de paso.
Alan García salió del país al implantarse en el país un régimen que no había dudado en disparar contra la casa que habitaba con sus cuatro de sus hijos y su esposa. Sin embargo, la versión que repiten es la misma que los que difunden la versión del suicidio como huida de la justicia. Su asilo solo era una forma de disfrazar su escape a los procesos judiciales que se le avecinaban. Como señalé líneas antes, estos ya habían sido sobreseídos.
Pero durante los ocho años siguientes se reabrieron casos, se presentaron testigos que, caída la dictadura, luego se desdecían. Políticos construyeron su carrera teniendo como única consigna demostrar su culpabilidad. No importa que sus versiones fueran contradictorias. Un día el dinero corrupto había seguido una ruta; al siguiente, por otro. La casa al lado de la de Julio Iglesias nunca apareció.
Repetir y repetir los supuestos entuertos, se suponía, haría una mella irreversible en su figura. Caído el fujimorato, Alan García volvió y estuvo a muy poco de ganar por segunda vez la presidencia. Cinco años después, la suerte no le fue esquiva y llevó al Apra al poder nuevamente. Un gobierno exitoso (2006-2011) según varios indicadores económicos y sociales. Para el 2011 el partido no supo aprovechar las ventajas de poder mostrar una buena gestión y se presentó a las elecciones sin candidato presidencial.
Lo sucedió Ollanta Humala, un militar que se hizo conocido por sublevarse contra Fujimori en los estertores de ese régimen y que se declara admirador del dictador y colega suyo Juan Velasco Alvarado. La campaña de aniquilación a la figura de Alan García volvió, impulsada por la consorte de Humala y cogobernante de facto, Nadine Heredia.
Otra vez, nuevos políticos quisieron hacer una carrera a costa de fungir de sicarios mediáticos. Jornada tras jornada, revelaban minucias que no llevaban a ninguna parte. El resultado: no se le encontró desbalance patrimonial, pero su figura se vio muy manoseada.
“Otros se venden, yo no”
El 2016 se dieron unas elecciones atípicas. El Jurado Nacional de Elecciones sacó de carrera a un par de candidatos con posibilidades. Alan García no levantaba en las encuestas. El injusto mote de fujiaprismo hizo más mella de lo esperado y apenas logró superar el 5 por ciento.
Luego vino Pedro Pablo Kuczynski, PPK, ganando por una cantidad irrisoria de votos a Keiko Fujimori. Paralelo a los vaivenes de la política peruana explotó el caso Lavajato. Grandes empresas brasileñas como Odebrecht se habían especializado en corromper funcionarios y políticos para ganar licitaciones. Se generó una situación de gran inestabilidad, apareciendo indicios de corruptelas en el elenco estable de la política peruana.
Una de las víctimas de las revelaciones de Odebrecht fue el propio PPK. Lo sucedió Martín Vizcarra, quien capitalizó la llamada lucha contra la corrupción para perseguir a sus adversarios. Ya contamos lo que pasó con Keiko.
Al ex presidente García se le requirió constantemente de Fiscalía, pero otra vez las acusaciones eran gaseosas. Dimes y diretes sin nada sólido. Tan es así que nunca se le hizo una acusación formal. Una versión de El proceso de Franz Kafka en los pasillos del Poder Judicial. Ya lo dijo Sofocleto, si Kafka hubiera sido peruano, sería escritor costumbrista.
García iba y venía de España, donde residía con su nueva pareja y el menor de sus hijos, sin rehuir las diligencias judiciales. Pero a pesar de ello, en una de estas visitas de aparente rutina, se le comunica que se le prohibía salir del país. Político recorrido, olía lo que seguía. Intentó asilarse en la casa del embajador de Uruguay sin éxito. Una campaña onerosa hizo que se le negara la justa salida ante el acoso judicial.
Es en la casa del embajador que el dos veces presidente, manipulando un arma, se hiere en la mano. Esto es un hecho que conocían sus rivales en el gobierno.
El estado emocional de Alan García no era, es de suponer, de los mejores. Alejado de su menor hijo y de su pareja, se dedicaba a escribir sus memorias y a esperar las diligencias judiciales. Simpatizante del ex mandatario descubrieron a agentes del servicio de Inteligencia haciendo reglaje a su casa. El escándalo casi no tuvo repercusión en diarios y noticieros. Es ocioso repetir los trascendidos que se iban sumando y contradiciendo entre sí sobre las supuestas fechorías de Alan. Los medios, monocordes, recogían las acusaciones del ex presidente y muy pocas voces a su favor.
Un colaborador eficaz, burócrata en el segundo gobierno aprista, quien había cambiado varias veces el origen dudoso de un depósito a su nombre, logró un arreglo con la fiscalía. Ofreció pruebas que nunca dio por un régimen especial para él y su familia. Esa fue la excusa de las que se valieron en la fiscalía para pedir la detención preventiva del presidente.
La diligencia para detenerlo estuvo mal planificada desde el inicio. Ese mismo día, Alan García tenía que concurrir a una dependencia judicial. Se podía repetir el espectáculo que se hizo con Keiko Fujimori, cuando se le pusieron las esposas mientras cumplía con un trámite legal. Pero no, el escenario tenía que ser otro. La prensa, montando guardia, esperaba en la madrugada del 17 de abril la imagen del líder político saliendo enmarrocado.
El operativo fue chapucero, por no usar un término más fuerte. Tan es así que la oficial encargada de filmar lo que sucedía no lo hizo de corrido e incluso no grabó el audio. Unos borrosos segundos de esa filmación han valido para que se cree el mito de que Alan García atendió desde la escalera a los agentes policiales con una pistola en la mano. Incluso en el libro Vivo o muerto del periodista José Vásquez Cárdenas se da por cierta esa especie. En el portal IDL-Reporteros se aseguró tiempo después que Alan García bajó para disparar a un fiscal en particular. Un trascendido de su círculo íntimo, aseguraba. Sin embargo, como digo, esos segundos borrosos no son lo suficientemente claros como para determinar si es un arma o un llavero.
El hecho es que tuvo tiempo de encerrarse en su dormitorio, hacer una llamada – a la madre de su último hijo – y dispararse en la sien. Martín Vizcarra, quien detenta el poder en estos momentos, estaba al tanto del operativo y seguía las incidencias desde Palacio de Gobierno.
La determinación de Alan García de suicidarse antes de ser detenido era conocida por sus más cercanos. Es más que probable que el Gobierno sabía de esta decisión. La torpeza con la que se condujo su detención abona a la hipótesis que lo que se buscaba era un desenlace fatal. Tal vez, especulo, se quería que repitiera lo de los disparos al aire de 1992 para tener una justificación para abatirlo. Lo concreto es que se le dio el tiempo para dispararse. No consiguieron la foto de Alan García esposado, pero sí se filtró la de su cuerpo agonizante; falta nunca aclarada.
Rolando Rojas Rojas, en su excelente libro Cómo matar a un presidente, indica que el último presidente asesinado en el Perú fue el militar y dictador, perseguidor de los apristas, Luis Sánchez Cerro. Un aprista, Abelardo Mendoza Leyva, fue quien lo ajustició en 1933 en represalia de los miles de compañeros perseguidos y asesinados por el autócrata. Casi 90 años después muere otro presidente instigado por sus adversarios políticos. El objetivo de la detención era destruirlo, a él y a lo que representa. Sin embargo, como lo dice en su carta de despedida que guardó su secretario Ricardo Pinedo, el resultado fue otro. “Por eso les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones y a mis compañeros una señal de orgullo y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios”, se lee en esa misiva.
Aún hoy, año y medio después, no se han mostrado las pruebas incriminatorias contra Alan García. No obstante, sus compañeros y su familia deben soportar que los adversarios enrostren su suicidio como si fuera una vergüenza. ¿Allende suicidándose antes de rendirse ante el asesino de Pinochet cometió un deshonor? El mejor homenaje del enemigo es que sigue la persecución hacia Alan y sus correligionarios. Dice una vieja arenga que “el Apra nunca muere”. Lastimosamente, el antiaprismo tampoco.
c. Zorrobabel Mendiola