
Ninguna otra dictadura desde el siglo XIX se había atrevido a cerrar el Congreso de la República de forma definitiva. Sustentaban tal acto retrógrado en la negación absoluta de los partidos políticos como representantes de la voluntad ciudadana. Los ciudadanos desaparecieron de la política suplantados por el capricho del espadón.
El pretexto para asaltar el poder fue la crisis desatada en el primer gobierno de Fernando Belaunde Terry por las fallidas negociaciones con la International Petroleum Company. La empresa, símbolo de los viejos enclaves imperialistas, burló por décadas las leyes peruanas, negándose siquiera a pagar los impuestos adecuados.
Tal situación no justificaba en absoluto ninguna intervención prepotente de las fuerzas armadas, pues regía el régimen constitucional. Apenas en medio año el país elegía un nuevo gobierno y las tendencias electorales apuntaban a un seguro triunfo del Partido Aprista, encabezado nuevamente por su fundador.

Los militares nacionalizaron el petróleo, aplicaron una extensa reforma agraria y crearon la comunidad industrial, como forma de participación laboral en la gestión y la utilidad de las empresas, lo que les valió cierto apoyo sindical. Siguiendo el modelo nasserista, impulsaron la creación de empresas estatales en la producción y los servicios, inspirándose también en algunos rasgos de la autogestión yugoslava.
Ello tuvo un impacto significativo, sobre todo al quebrar el poder económico de la vieja oligarquía terrateniente. Pocos hacendados entendieron que el propósito de los militares apuntaba a convertirlos en burgueses industriales mediante el canje de los bonos agrarios.
Entre sus más bochornosas acciones pueden contarse la ocupación militar de las universidades, la anulación del tercio estudiantil, la matanza de Huanta y la estatización de la prensa, un disparate que les costaría el poder.

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