La condena a 80 años de prisión del exdictador Efraín Ríos
Montt por genocidio, expresa el esfuerzo de la sociedad guatemalteca para
superar las largas décadas de oscuridad en las que vivió durante casi todo el
siglo XX.
El viejo y cruel general comprueba a sus 87 años que el
crimen no paga. Entre 1982 y 1983, reprimió con ferocidad a los campesinos
ixiles. Centenares de muertos masacrados sin contemplaciones le consiguieron un
lugar destacado en la historia de la infamia.
Guatemala, el país de los árboles, donde sobreviven
poblaciones de origen maya, sufrió largas y tenebrosas tiranías. Las satrapías
de Estrada Cabrera y Ubico la condenaron al atraso, convirtiéndolo en un feudo
de la United Fruit Company, fundada por un sobrino de Henry Meiggs en 1899. Con
salarios de hambre controlaba a los gobiernos y transformó Centro América en un
rosario de repúblicas bananeras.
Cuando los demócratas quisieron rescatar a su patria de la
iniquidad eligiendo tras la insurgencia de 1944 a Juan José Arévalo y
luego al coronel Jacobo Arbenz, la United Fruit y la oligarquía recurrieron a
la CIA para que se encargue de promover un golpe que restaure su dominio. Así
fue con Castillo Armas y en las décadas siguientes el militarismo se impuso.
Uno tras otro los generales usurparon el poder endureciendo
los métodos represivos. Convencieron a Washington de que su territorio formaba
parte de la Guerra Fría y así lograron que sus Fuerzas Armadasrecibiesen ayuda
norteamericana. Crearon un siniestro cuerpo de élite, los kaibiles, soldados
expertos en degollar, quemar y arrasar sin piedad las aldeas mayas.
Treinta años de guerra civil y 200 mil muertos los dejaron
en la ruina. El triste panorama, según los testimonios de quienes lo
entrevistaban, lo consideraba un conflicto “entre papá y mamá”, o sea según su
penoso sentido del humor, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, que lo
colocaban en una situación ineludible, que no podía modificar.
Justificaba sus crímenes confesándose como un peón de un
conflicto ajeno que el destino radicaba en su territorio. Contó con la ayuda
incondicional del presidente Ronald Reagan, cruzado contra el mal, que hizo de la
vista gorda ante los delitos de lesa humanidad que devastaban las comunidades
indígenas.
Su condena remece a Guatemala. Entre sus defensores, quien
lo hace con vergonzoso ahínco es el gremio empresarial. Apela ante el Tribunal
Constitucional para “evitar la polarización del país”. En realidad defender a
un dictador brutal no tendría mayor sentido, salvo porque el paso dado por la
justicia indica que se fortalece la democracia en menoscabo de viejos
privilegios.
A mediados de los ochenta el triunfo democrático de Vinicio
Cerezo anunció que otro curso era posible
y la alternancia democrática del
nuevo siglo así lo indica. Las dictaduras y la guerra civil dejan huellas
profundas en la descomposición social y la delincuencia. La sentencia a un
símbolo de la impunidad tiene un enorme valor moral.
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