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jueves, 23 de mayo de 2013

Guatemala, nunca más. Por Agustín Haya de la Torre


La condena a 80 años de prisión del exdictador Efraín Ríos Montt por genocidio, expresa el esfuerzo de la sociedad guatemalteca para superar las largas décadas de oscuridad en las que vivió durante casi todo el siglo XX.


El viejo y cruel general comprueba a sus 87 años que el crimen no paga. Entre 1982 y 1983, reprimió con ferocidad a los campesinos ixiles. Centenares de muertos masacrados sin contemplaciones le consiguieron un lugar destacado en la historia de la infamia.

Guatemala, el país de los árboles, donde sobreviven poblaciones de origen maya, sufrió largas y tenebrosas tiranías. Las satrapías de Estrada Cabrera y Ubico la condenaron al atraso, convirtiéndolo en un feudo de la United Fruit Company, fundada por un sobrino de Henry Meiggs en 1899. Con salarios de hambre controlaba a los gobiernos y transformó Centro América en un rosario de repúblicas bananeras.

Cuando los demócratas quisieron rescatar a su patria de la iniquidad eligiendo tras la insurgencia de 1944 a Juan José Arévalo y luego al coronel Jacobo Arbenz, la United Fruit y la oligarquía recurrieron a la CIA para que se encargue de promover un golpe que restaure su dominio. Así fue con Castillo Armas y en las décadas siguientes el militarismo se impuso.

Uno tras otro los generales usurparon el poder endureciendo los métodos represivos. Convencieron a Washington de que su territorio formaba parte de la Guerra Fría y así lograron que sus Fuerzas Armadasrecibiesen ayuda norteamericana. Crearon un siniestro cuerpo de élite, los kaibiles, soldados expertos en degollar, quemar y arrasar sin piedad las aldeas mayas.

Treinta años de guerra civil y 200 mil muertos los dejaron en la ruina. El triste panorama, según los testimonios de quienes lo entrevistaban, lo consideraba un conflicto “entre papá y mamá”, o sea según su penoso sentido del humor, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, que lo colocaban en una situación ineludible, que no podía modificar.

Justificaba sus crímenes confesándose como un peón de un conflicto ajeno que el destino radicaba en su territorio. Contó con la ayuda incondicional del presidente Ronald Reagan, cruzado contra el mal, que hizo de la vista gorda ante los delitos de lesa humanidad que devastaban las comunidades indígenas.

Su condena remece a Guatemala. Entre sus defensores, quien lo hace con vergonzoso ahínco es el gremio empresarial. Apela ante el Tribunal Constitucional para “evitar la polarización del país”. En realidad defender a un dictador brutal no tendría mayor sentido, salvo porque el paso dado por la justicia indica que se fortalece la democracia en menoscabo de viejos privilegios.


A mediados de los ochenta el triunfo democrático de Vinicio Cerezo anunció que otro curso era posible
y la alternancia democrática del nuevo siglo así lo indica. Las dictaduras y la guerra civil dejan huellas profundas en la descomposición social y la delincuencia. La sentencia a un símbolo de la impunidad tiene un enorme valor moral.

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