La vehemencia del Vaticano por adueñarse de la Universidad Católica y de sus bienes puede acabar por favorecerla. Para empezar, al intentar quitarle los títulos eclesiásticos de Pontificia y Católica, le estaría dejando el notable nombre de Universidad del Perú, repitiendo así el fenómeno de las viejas universidades medievales, cuyas nominaciones de pontificias y reales se desvanecieron en la historia mientras su prestigio crecía.
El debate tiene rasgos tan retrógrados por parte de los papistas, que da la impresión de que hemos vuelto a la querella de las investiduras y a los pleitos de güelfos y gibelinos. Hay desde los que truenan por imponer un improbable derecho canónico como en tiempos de la Colonia, hasta los que arguyen temerosos supuestas violaciones del derecho internacional y nos hacen sentir a punto de ser invadidos por la Guardia Suiza.
En este contexto quien está volviendo a la palestra es nada menos que don José de la Riva Agüero y Osma, Marqués de Montealegre y Aulestia. Este notable intelectual fue miembro de la generación arielista, a la que pertenecieron Francisco y Ventura García Calderón, Víctor Andrés Belaunde, Oscar Miró Quesada y José Gálvez Barrenechea. Luis Alberto Sánchez los llamó los “conservadores progresistas” por su ilustración, su amor al Perú y su vocación por estar al tanto del pensamiento de su época.
Riva Agüero fue el más intenso, apasionado y voluble de los miembros de esa hornada. Partidario radical de Manuel González Prada en su juventud, fue luego un liberal de polendas. Al final del gobierno de Leguía viajó a Italia y retornó católico, fascista y noble. Tanto que acabó de ministro de Sánchez Cerro. Si alguna constante hubo en su trayectoria fue una marcada sospecha del carácter acomodaticio de la jerarquía eclesiástica, siempre gobiernista.
Quizás ello explique porqué dejó sus bienes, primero a San Marcos y luego a la Católica, pues no a la Iglesia, que se quedó sin el ambicionado Fundo Pando. Por eso los abogados del reino de los cielos hacen malabares en un cabello de ángel para demostrar la propiedad vaticana de la Universidad, por encima de las leyes peruanas.
Otra paradoja interesante es que la disputa por la ahora próspera propiedad inmobiliaria ha estado aletargada por años. Se reaviva por razones crematísticas pero también ideológicas. Mientras la dirección estuvo en una línea conservadora, no había problema y esto coincidía con el bajo precio del metro cuadrado de la heredad.
Los rectorados progresistas de Salomón Lerner y Marcial Rubio, además del impulso académico, coinciden con el auge económico y el nombramiento de un cardenal del Opus Dei. Es decir el más rancio espíritu de los banqueros de Dios se apropia entonces de la Iglesia en el Perú.
Es otro espíritu, el de Riva Agüero, que luego de estar en el gobierno acabó desilusionado de la politiquería, el que prefirió siempre a la universidad por encima del oficialismo perpetuo de la curia.
El debate tiene rasgos tan retrógrados por parte de los papistas, que da la impresión de que hemos vuelto a la querella de las investiduras y a los pleitos de güelfos y gibelinos. Hay desde los que truenan por imponer un improbable derecho canónico como en tiempos de la Colonia, hasta los que arguyen temerosos supuestas violaciones del derecho internacional y nos hacen sentir a punto de ser invadidos por la Guardia Suiza.
En este contexto quien está volviendo a la palestra es nada menos que don José de la Riva Agüero y Osma, Marqués de Montealegre y Aulestia. Este notable intelectual fue miembro de la generación arielista, a la que pertenecieron Francisco y Ventura García Calderón, Víctor Andrés Belaunde, Oscar Miró Quesada y José Gálvez Barrenechea. Luis Alberto Sánchez los llamó los “conservadores progresistas” por su ilustración, su amor al Perú y su vocación por estar al tanto del pensamiento de su época.
Riva Agüero fue el más intenso, apasionado y voluble de los miembros de esa hornada. Partidario radical de Manuel González Prada en su juventud, fue luego un liberal de polendas. Al final del gobierno de Leguía viajó a Italia y retornó católico, fascista y noble. Tanto que acabó de ministro de Sánchez Cerro. Si alguna constante hubo en su trayectoria fue una marcada sospecha del carácter acomodaticio de la jerarquía eclesiástica, siempre gobiernista.
Quizás ello explique porqué dejó sus bienes, primero a San Marcos y luego a la Católica, pues no a la Iglesia, que se quedó sin el ambicionado Fundo Pando. Por eso los abogados del reino de los cielos hacen malabares en un cabello de ángel para demostrar la propiedad vaticana de la Universidad, por encima de las leyes peruanas.
Otra paradoja interesante es que la disputa por la ahora próspera propiedad inmobiliaria ha estado aletargada por años. Se reaviva por razones crematísticas pero también ideológicas. Mientras la dirección estuvo en una línea conservadora, no había problema y esto coincidía con el bajo precio del metro cuadrado de la heredad.
Los rectorados progresistas de Salomón Lerner y Marcial Rubio, además del impulso académico, coinciden con el auge económico y el nombramiento de un cardenal del Opus Dei. Es decir el más rancio espíritu de los banqueros de Dios se apropia entonces de la Iglesia en el Perú.
Es otro espíritu, el de Riva Agüero, que luego de estar en el gobierno acabó desilusionado de la politiquería, el que prefirió siempre a la universidad por encima del oficialismo perpetuo de la curia.
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