La intensa campaña mediática del Fujimorismo para conseguir el indulto a favor del expresidente da un paso decisivo con el pedido que anuncia la familia. Tal cosa no se produciría si no existiesen señales alentadoras por parte del gobernante.
Aquí empieza un aspecto novedoso en los quehaceres de Ollanta Humala, pues, como se lo han advertido los miembros de su gabinete que conocen de leyes, tal cosa no procede. Está claro que la enfermedad de Alberto Fujimori no es terminal, requisito sine qua non para el indulto humanitario. Tampoco esta gracia presidencial puede aplicarse de acuerdo a la legislación supra nacional a quienes estén condenados por delitos de lesa humanidad ni como señalan las leyes peruanas a quienes cometieron secuestro agravado.
Solo con un cambio de gabinete podría Humala dar este paso, arriesgándose a otro papelón en la Corte Interamericana de derechos humanos, como el que acaba de suceder contra el fallo de la sala Villa Stein por querer beneficiar al Grupo Colina.
Es difícil saber por qué el presidente se arriesgaría a tanto. Acaba de nombrar a su tercer primer ministro, que proviene de la Comisión Andina de Juristas y éste a su vez, ha designado un consejo consultivo integrado por distinguidos abogados identificados durante toda su vida con la doctrina de los derechos humanos.
Un indulto significaría una nueva crisis ministerial. El reemplazante, alguien tan tozudo como para ir a enfrentarse a San José y sufrir una vergonzosa derrota. Aunque voluntarios de esos que prefieren la quincena a la historia no falten, resultaría un giro de timón de imprevisibles consecuencias.
No solo perdería a su actual gabinete sino a su siempre inquieto aliado político Alejandro Toledo. La movida traería consecuencias en el propio Fujimorismo, pues luego de ensayar con éxito el liderazgo alternativo, volvería al mandato personal del padre, cuya primera decisión será la agradecida alianza con el gobierno, para llenar el vacío de una indignada oposición toledista.
El golpista trata de cargarle a la democracia la culpa por el “maltrato” que supuestamente soporta, cuando todo el país lo ve atenderse en las mejores clínicas y gozar de una prisión repleta de privilegios. Desde allí dirige campañas electorales, reparte enseres, recibe las visitas que le da la gana y hasta tiene su huerto para que no se deprima.
Debe ser un caso único de burla permanente a las reglas penitenciarias. En Argentina los exdictadores, ancianos ya, están en cárceles comunes.
Fujimori es un caso ejemplar de sanción a quien desde el ejercicio autocrático del poder se creyó con derecho a ordenar asesinatos y secuestros, además de saquear el tesoro público, para una vez descubierto fugarse cobardemente.
No solo no se arrepiente de nada sino que encima no ha devuelto un centavo de los millones que robó. Humala está al borde de una apuesta insensata que lo puede llevar a una deriva autoritaria y a consagrar la corrupción.
¿Quién será el primer ministro del fujihumalismo?
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