Archico Tello de San Marcos |
El 11 de abril recordamos el
nacimiento del huarochirano Julio César Tello Rojas (1880-1947) y por su
emérita trayectoria en pro de la arqueología andina celebramos su cumpleaños
como el Día del Arqueólogo Peruano. Se ha dicho mucho sobre Tello y su hábito
boasiano de recopilar y acumular información, hasta el último de sus días; es
por esto que hasta hoy aparecen publicaciones póstumas del nutrido Archivo
Tello.
No pretendo explicar
racionalmente porque me incliné por esta profesión, solo salpicar y atar
emociones en torno a mi aventurada y temprana decisión de ser arqueólogo.
Cuando uno se zambulle en los abruptos pasajes de la historia entiende que esta
no es lineal ni rígida, sino que se comporta como el mismo hombre en proporción
a la historia de la humanidad, es decir, es flexible y muchas veces antojadiza,
que por más que sucedan circunstancias parecidas nada vuelve a ser igual. Por
esto le echo la culpa a mi abuelo y a Julio César Tello, quien fue mi cómplice
y compañero de las silenciosas huidas al viejo museo de Pueblo Libre y la
maldita pasión por preocuparme por pueblos aparentemente “muertos” pero a la
vez anchos de enigmática vida.
Cuando tenía 4 años y mi abuelo
paterno (médico de profesión) me relataba con emoción y terquedad que no era
posible bañarse dos veces en un mismo río y que la vida es como un río que
discurre; he ahí el aporte del señor Heráclito. Además, que le hubiera gustado
ser arqueólogo –yo decía: ¿qué cosas para difíciles?- y contaba de una rara
enfermedad (sífilis) que tuvieron los antiguos peruanos, que fue tesis del
médico Tello. Aunque fascinante y entretenido no entendía por completo como un
doctor pudo saber quiénes eran más antiguos y porque todo, aparentemente, se
resumía a cerámicas, huesos, telas y demás artefactos extravagantes. No creo
que su intención fuese en sugestionarme para que sea arqueólogo, sino médico e
interesado por la historia. Sin embargo, las grandes dosis de historia, la
repetida narración del sabio Tello, las alucinantes películas de Indiana Jones,
el vivir tan cerca de museos y la suerte de viajar por el país y conocer muchos
sitios arqueológicos construyeron silenciosamente mi vocación.
En el verano del 93 me
matricularon en un curso de collage
en el viejo Museo de Antropología, Arqueología e Historia. La entrada era por
la puerta lateral, la de jirón San Martín (puerta de ingreso a la biblioteca),
y el taller estaba al lado de los gabinetes de textiles y cerámica. Era emocionante
prospectar con inocente discreción esos tétricos espacios que escondían cajas y
cajas de algún tesoro antiguo -pensaba en momias, maldiciones y cofres de monedas
de oro-. Cuando se percataban de mi presencia huía al patio cerca de la
cafetería y al fragor de mi prisa me saludaba con solemnidad el busto de Tello –me
decían que ahí fue enterrado-. Apenas se distraía el vigilante del pasadizo,
entre el patio y el museo, aprovechaba para escabullirme a las tenebrosas y
oscuras salas que exponían desde lo más antiguo hasta la historia de la
república. En esos momentos decidí involucrarme con aquellos objetos que
significaban o simbolizaban un pueblo que ocupó esta geografía muchísimo antes
que mis contemporáneos y hasta me atreví a pensar que podía ser descendiente de
aquellos antiguos peruanos y que con mayor responsabilidad debería conocerlos
mejor.
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