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lunes, 21 de abril de 2014

A propósito de Noé o el diluvio en la política peruana. Por José Bulnes

Cuando se revisa la soberbia historia del Diluvio, es inevitable encontrar ese tono arcaico, legendario
que tienen los libros del Antiguo Testamento. Al mismo tiempo, uno es tentado de recurrir a Nietzsche que nos advertiría del encanto de esta sacra historia, al sostener en el parágrafo 48 de su Anticristo, refiriéndose al Génesis:

“¿Se ha comprendido la famosa historia que encabeza el relato de la Biblia, la del miedo terrible de Dios a la ciencia?... No se la ha comprendido […] Solo a causa de la mujer el hombre aprendió a comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Qué había pasado? El viejo Dios se sintió preso de un miedo terrible. El hombre resultaba ser su mayor desacierto; con él se había creado a sí mismo un rival: la ciencia hace semejante a Dios; ¡los sacerdotes y los dioses están perdidos si el hombre se vuelve científico! Moraleja: la ciencia es lo prohibido en sí; únicamente ella es prohibida […] ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, desune a los pueblos y hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes siempre han tenido necesidad de la guerra…) La guerra es, ¡entre otras cosas, una grande perturbadora de la ciencia! ¡Increíble! El conocimiento, la emancipación de los hombres del sacerdote, progresa aun a pesar de las guerras. Entonces, el viejo Dios llega a esta conclusión última: “el hombre se ha vuelto científico; ¡no hay más remedio que ahogarlo!””

La historia del Diluvio es narrada en la última película dirigida por el cineasta Darren Aronofsky. Este material visualiza, pues, tres procesos, el límite de la maldad, es decir, la maldad había desbordado la capacidad de la creación (Gen 6, 5-7), segundo,  el borrar de la creación por parte de Dios yel  nuevo orden del mundo a partir de Noé (Gen 9, 1-4). Conviene no perder de vista la literalidad de la historia bíblica y el lenguaje del film, a fin de extraer lo sustancial de cada uno, y llevar la comparación de estos procesos al terreno político social de nuestro país. El límite de la maldad remite al caos social, las crisis sociales son pues estos momentos donde se vive una transición (consideremos que una revolución no solo se lee en clave social, no obstante, toda revolución en el orden científico, artístico impacta a la sociedad). El gran epistemólogo, Thomas Kuhn, hablando acerca de las revoluciones científicas, sostiene: “Por consiguiente, en tiempos de revolución, cuando la tradición científica normal cambia, la percepción que el científico tiene de su medio ambiente debe ser reeducada, en algunas situaciones en las que se ha familiarizado, debe aprender a ver una forma (Gestalt) nueva” (Khun, La estructura de las revoluciones científicas. Madrid:1990, p.177).

El científico reeduca su mirada del entorno social, ello le conmina a abordarla con un modelo de análisis diverso, una nueva forma de aprehender el medio ambiente. Hoy, esa necesidad de reeducar la mirada o la adopción de un modelo diverso de análisis de la sociedad se refleja en la encrucijada a la que asiste nuestra sociedad entorno a dos temas de cariz vanguardista: el debate en torno a la unión civil no matrimonial y la legalización de la venta y consumo de la marihuana. Esto implica dos severos retos, primero, ponderar si nuestra academia está ponderando, hondamente, el tenor de estas agendas; y en segundo lugar, si el actor político (candidatos y todo actor cuya opinión busque influir en la dinámica por tener y conservar el poder) sopesa el tintineo que suscita esas agendas en la red de emociones y el tejido moral de la sociedad (el sujeto colectivo que todo político desea enamorar).

El segundo proceso que refiere la narración del diluvio remite a la acción divina de borrar la creación. Ya Aristóteles en su inmortal escrito de Metafísica, había aprendido la naturaleza de este ente, un Dios que  se piensa a sí mismo. Pero aquí Dios no es el problema a ser pensado, sino la Creación, el mundo. Quien haya leído a Unamuno, no puede evitar sentir el rictus del vacío al leer su soneto, Oración del ateo:

¡Qué grande eres mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se espande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.

El acto de borrar la Creación remite el tope de un contenido. El contenido ha desbordado el continente.
En clave social, la inseguridad ciudadana que acusa la sociedad,  y que perturba las bases valorativas de las relaciones interpersonales en todos sus posibles tipos (hijo-familia; empleador-empleado; ofertante-usuario), como la confianza y el respeto, ha desbordado la capacidad institucional; ésta adolece de la necesaria sintonía que debe tener una autoridad con el sujeto social a corregir. La relación ofertante-usuario puede traducirse en la relación del chofer de la cúster o la combi con el pasajero. No es el irrespeto a la policía la señal de la indiferencia del ciudadano a su institución, sino que este irrespeto traduce la indiferencia del ciudadano con todo el tejido institucional del Estado. Esta indiferencia la encuentra Hernando de Soto en el “desgano” que tiene el comerciante en formalizarse. La inseguridad, concretizado en el asalto y el asesinato opera con una eficacia propia de toda burocracia bien diseñada, bien pautada. Resulta paradójico que el Gobierno haya desplegado visualmente la captura de líderes  senderistas (una de las maquinarias políticas más reacias de nuestro país), pero no pueda controlar la ola de inseguridad en el país. Solución: aplicación más severa de las penas, de las sanciones, mecanismos para reeducar a los choferes con faltas, programas donde se relata la captura de criminales en los distritos más sórdidos de la capital, etc. Sanción (castigo). Borrar la creación sugiere, precisamente, aplicar la sanción desconociendo al sujeto del castigo. Una indiferencia del Estado con los monstruos que él mismo ha creado.

El nuevo orden a partir del cumplimiento de la tarea de Noé tiene carácter inevitable. En la sacra historia se sella por el Pacto de la Alianza (Gen 9, 8-17). Ésta es la señal que recordará a Dios su pacto con la humanidad y todo ser viviente de que nunca más habrá aguas diluviales. Pero como todo hombre que traza una línea de inicio, una empresa, una obra, un proyecto, debe tener un discurso, es decir, la articulación de una idea en una narración que sugiera un orden, una pauta: una condición. La película estrenada en el mes de abril en las salas de cine del Perú,  Noé, tiene la narración visual de ese discurso, acerca de cuatro minutos dura el relato de la Creación (Gen 1, 2, 3), con la tentación y la caída. La textura y movimiento de las imágenes en ese relato que nos deja Noé (en la acabada interpretación de Russell Crowe), signan, pues, el discurso desde el cual se diseñarán los valores de la nueva convivencia humana con la naturaleza. ¿Qué líder político tiene hoy esa capacidad de interpretar la contemporaneidad y transformarla en un discurso que cale en las emociones del hombre y se convierta en una pauta de valores, democráticos cimentados en la tolerancia? Alguien con espíritu decimonónico y filiación tudesca referirá a Biskmark, pero nuestra tierra indoamericana detenta valores políticos que un número no menor de peruanos han sabido reivindicar: González Prada, Belaunde, Armando Villanueva, sin olvidar a los legendarios José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. Es importante apuntar este último proceso leído en la historia del diluvio, pues implica la noción (política, social) de pacto, de convivencia. Los jóvenes de espíritu tienen esa energía de comenzar siempre de nuevo, el gobernante tiene el deber de crear esas condiciones, ese canal que permita la convivencia. Poco ha reflexionado nuestra academia sobre el rol del gobernante, y cuando lo ha hecho no ha podido evitar seguir hollando las trilladas notas de sus mezquinos modelos de interpretación, hundidos en la mezquindad del dogma, político, ideológico, sacerdote. No hay que tener sotana para ser un sacerdote.


En síntesis, la historia del diluvio puede llevarnos a vincular las figuras alegóricas del relato sacro con los graves problemas que nuestra clase política y la sociedad civil afrontan: el desbordamiento de la inseguridad ciudadana, la solución de borrar todo vínculo con los que originan esa  inseguridad a fin de legitimar la solución y, finalmente, la ausencia de un discurso, no fundante, necesariamente, pero sí articulador, que sugiera un norte. Aunque con un gobernante al que se le tenga que recordar que debe y tiene que gobernar, esa tarea sea muy difícil.

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