La prueba PISA y los rankings internacionales sobre las universidades
muestran la precariedad de la educación en el Perú. No solo no formamos
adecuadamente a nuestros niños y adolescentes, sino que tampoco somos
capaces de darles una educación superior de nivel.
Los resultados no son gratuitos, devienen directamente de un modelo
impuesto en los noventa que supone que todo lo asigna el mercado, que en
el caso peruano llevó a despreciar de nuevo la educación pública.
Paradójicamente los promotores ideológicos de tan penosa situación
insisten en atribuir el fracaso a lo público, a cuya mejora presupuestal
suelen oponerse por principio. Generan así un círculo perverso que
produce una enseñanza muy deficiente.
La mayoría de
comentaristas de los exámenes de la OCDE cree que todo se soluciona con
más privatización, incluso proponen, desubicados, el modelo de Pinochet,
fracasado estrepitosamente en Chile, que acabó por aumentar la
desigualdad y deteriorar una educación tradicionalmente de nivel a
límites casi peruanos.
En el caso de las universidades la varita
mágica la colocan por el lado de la acreditación ministerial, para lo
cual ya funciona una entidad que ahora tratan de consagrar en la
propuesta superintendencia universitaria. Decenas de indicadores
formales, básicamente de carácter administrativo, aparecen como
requisito.
La confusión entre formas de gestión y la esencia
misma de la universidad, que es la producción de conocimiento, traerá
una vez más consecuencias nefastas. La exigencia histórica de las
universidades clásicas fue siempre la autonomía del poder para conseguir
las condiciones que garanticen la creación científica. El conocimiento
nace de la libertad y la investigación tampoco puede sujetarse a la
inmediatez del costo beneficio, por la razón elemental de que su
sustento es el ensayo y el error.
“La universidad es lo que
publica”, dice un viejo adagio, por ello que las clasificaciones válidas
toman como eje central los criterios bibliométricos, es decir lo que
sale a luz en revistas científicas y en los libros de los
investigadores, como resultado de su trabajo. La calidad de la formación
profesional proviene de dicho contexto, que supone la generación de
condiciones para que el profesor sea sobre todo un investigador.
La
prestigiosa Asociación Alemana de Sociología acaba de lanzar una
crítica demoledora contra la acreditación administrativista, que llega
al extremo de aplicar los estándares ISO para las universidades como si
fueran empresas productivas. Felizmente que las universidades de
excelencia en el mundo promueven la evaluación científica sobre la base
de resultados bibliométricos y el reconocimiento internacional.
Una
buena gestión es necesaria, qué duda cabe, pero el control burocrático
jamás reemplazará la investigación ni la producción de conocimientos,
que requieren libertad, por tanto autonomía del poder político y
económico.
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