informar quién dio la orden ni qué hacía para que decenas de policías y patrulleros lo cuiden durante casi dos años.
La explicación oficial que trata de presentar el caso como “corrupción policial” no convence a nadie. Ni la renuncia del ministro del Interior ni la destitución de varios oficiales aclaran el asunto. Tampoco los insultos del Presidente contra el operador de Vladimiro Montesinos, pues durante seis semanas el Ejecutivo ha convertido en un sainete su intento de tapar el sol con un dedo y desvirtuar las investigaciones.
Los registros de la prisión de San Jorge aparecen y desaparecen mientras los ministros dicen tonterías cada vez. Confirman así la responsabilidad directa del gobierno, que por todas las formas posibles evita que sepamos las razones para tan exagerada protección de un particular.
Algunos soslayan la gravedad del caso y olvidan lo que vivimos en los noventa. Entonces Alberto Fujimori organizó a través de su servicio de espionaje, un esquema de poder que le permitió controlar a las fuerzas armadas y policiales, a la judicatura y, encima, sobornar a los grandes medios de comunicación.
El diseño dictatorial resultó ambicioso y de envergadura porque pretendía perpetuarse en el poder. El soplonaje al interior de los institutos armados le servía para promover a los adictos y descabezar a los críticos. Lo mismo sucedió en el Poder Judicial donde su influencia llegó a disfrazarse como reformista al punto de contratar a la ONG más pintada en el tema.
Con la televisión y la prensa, Fujimori alcanzó uno de sus puntos más eficaces. Con operadores ad hoc usó la farándula para distraer a la gente. Fomentó un penoso espectáculo de lo grotesco y el mal gusto. Cómicos, bataclanas y animadoras, junto con los pasquines amarillos, llevaron la cultura chicha a su clímax.
Todo esto encubría algo más siniestro: los negocios turbios de las licitaciones amarradas, el narcotráfico y el contrabando a gran escala. El esquema de Fujimori y su brazo derecho requería no solo astucia sino grandes cantidades de dinero, saqueado del fisco o proveniente de las coimas.
Quien dirija tal mafia necesita mucha protección, como los centenares de hombres del batallón “Júpiter”. Montesinos pasó su entrenamiento como agente de potencias extranjeras desde los años setenta. López Meneses, uno de sus colaboradores, conoce las formas pero carece de las habilidades de su jefe.
Por lo que sale a luz, todo indica que empezaba un camino parecido. El alumno metía ya sus narices en la vida militar y policial para mover los ascensos y seguramente montaba la soplonería sobre los adversarios. Descubrir a Montesinos demoró varios años y si no fuese por su manía de filmarlo todo, no nos habríamos enterado a plenitud de sus delitos y menos verle la cara a los vendidos.
Ojalá la comisión parlamentaria y la Fiscalía revelen los oscuros menesteres del aprendiz de brujo.
Los registros de la prisión de San Jorge aparecen y desaparecen mientras los ministros dicen tonterías cada vez. Confirman así la responsabilidad directa del gobierno, que por todas las formas posibles evita que sepamos las razones para tan exagerada protección de un particular.
Algunos soslayan la gravedad del caso y olvidan lo que vivimos en los noventa. Entonces Alberto Fujimori organizó a través de su servicio de espionaje, un esquema de poder que le permitió controlar a las fuerzas armadas y policiales, a la judicatura y, encima, sobornar a los grandes medios de comunicación.
El diseño dictatorial resultó ambicioso y de envergadura porque pretendía perpetuarse en el poder. El soplonaje al interior de los institutos armados le servía para promover a los adictos y descabezar a los críticos. Lo mismo sucedió en el Poder Judicial donde su influencia llegó a disfrazarse como reformista al punto de contratar a la ONG más pintada en el tema.
Con la televisión y la prensa, Fujimori alcanzó uno de sus puntos más eficaces. Con operadores ad hoc usó la farándula para distraer a la gente. Fomentó un penoso espectáculo de lo grotesco y el mal gusto. Cómicos, bataclanas y animadoras, junto con los pasquines amarillos, llevaron la cultura chicha a su clímax.
Todo esto encubría algo más siniestro: los negocios turbios de las licitaciones amarradas, el narcotráfico y el contrabando a gran escala. El esquema de Fujimori y su brazo derecho requería no solo astucia sino grandes cantidades de dinero, saqueado del fisco o proveniente de las coimas.
Quien dirija tal mafia necesita mucha protección, como los centenares de hombres del batallón “Júpiter”. Montesinos pasó su entrenamiento como agente de potencias extranjeras desde los años setenta. López Meneses, uno de sus colaboradores, conoce las formas pero carece de las habilidades de su jefe.
Por lo que sale a luz, todo indica que empezaba un camino parecido. El alumno metía ya sus narices en la vida militar y policial para mover los ascensos y seguramente montaba la soplonería sobre los adversarios. Descubrir a Montesinos demoró varios años y si no fuese por su manía de filmarlo todo, no nos habríamos enterado a plenitud de sus delitos y menos verle la cara a los vendidos.
Ojalá la comisión parlamentaria y la Fiscalía revelen los oscuros menesteres del aprendiz de brujo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario