En la tradición del teatro japonés existen dos formas importantes: el No
y el Kabuki, originados entre los siglos XIV y XVII, una época de
shogunes y samuráis, bastante parecida al Medioevo europeo. El No se
caracteriza por su carga dramática, un ejercicio actoral refinado que
usa un lenguaje culto y aristocrático. El Kabuki, más moderno, tiene un
corte lírico y ligero.
El actor principal, siempre masculino, usa máscaras y trajes diversos
para encarnar personajes diferentes, incluso mujeres, sobre un escenario
más bien limitado. Son representaciones sofisticadas que expresan la
alta cultura alcanzada desde siglos atrás en dicho país. Uno de sus
componentes, incluso en las representaciones más serias que suelen durar
varias horas, son los intermedios farsescos, pensados para distraer al
espectador antes de volver al tema principal de la historia.
Resulta
difícil que Alberto Fujimori encaje en la tradición del teatro fino,
elegante y riguroso, que contribuyó a forjar una cultura de gran
complejidad e ilustración. Más bien a juzgar por sus últimas
actuaciones, ratifica su enorme predisposición para la farsa.
La
semana pasada lo vimos en dos breves pero intensas actuaciones, en medio
del drama que el gobierno más corrupto de la historia del Perú montó en
la década de los noventa. Para acudir a un nuevo juicio del rosario de
robos, crímenes y delitos que cometió, no se le ocurrió nada mejor que
presentarse mal vestido, despeinado y en plena crisis hipertensiva.
Debía responder por la financiación con recursos públicos de la infame
prensa amarilla que montó para calumniar y burlarse sangrientamente de
sus enemigos democráticos.
Dos días después aparece gritoneando
con renovada energía a los enfermeros que lo cuidan en la clínica donde
se internó. Como no lo entiende de otra manera, pretendía que violen la
norma y dejen pasar a quien le dé la gana. No pensó que un alma
caritativa lo grababa, quizás sorprendida de que un “enfermo terminal”
muestre tanto vigor.
Más bien el anónimo camarógrafo es un
ejemplo a seguir. Si la opinión pública pudiese ver como vive en su
cárcel dorada, recibiendo decenas de visitas, atendido por un servicio
único en los penales del Perú, quizás dejaríamos de soportar la cínica y
cotidiana propaganda del club de viudos del fujimorato, que
permanentemente y mediante mil argucias nos hacen creer que lo someten a
crueles torturas.
Que interesante sería que el INPE distribuya
los videos de las actividades semanales del condenado Fujimori. Nos
enteraríamos de lo que es vox pópuli pero que sus custodios disimulan.
Descubriríamos de pronto si las lujosas camionetas que se quedan de
noche no andan solas.
Hasta podríamos observar los esfuerzos del
plan de resocialización que sigue el Ministerio de Justicia, para que
pague algo de lo que robó, de acuerdo a la sentencia. O los avances en
el arrepentimiento de sus crímenes, para que nos convenza que el
sicópata que se proclama inocente, va quedando atrás.
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