El debate sobre el inconstitucional acaparamiento de la
prensa escrita saca a luz una serie de aspectos que explican el capitalismo
precario que impera en el Perú, más identificado con el estilo de la vieja
plutocracia y la avaricia de Gordon Gekko, que con los planteamientos más
serios de la economía neoclásica.
El origen de la distorsión reside en el ultra liberalismo
que impuso el fujimorismo en los noventa, donde la regulación quedó arrinconada
y los límites a la codicia reducidos al ridículo del “abuso de la posición de
dominio”. Gracias a ello cuando la familia Miró Quesada decide comprar a la
competencia, desde la concentración compulsiva, no les resulta difícil sostener
con sofismas el atropello a la libre competencia y al equilibrio del mercado.
Ahora alcanza cierto respaldo la idea de esperar la
respuesta al amparo del grupo que encabeza Enrique Zileri y reiterar la
autorregulación de los contenidos por parte de los dueños.
Postular una ética responsable queda muy bien, aunque la
práctica demuestra que todos los días la saltan a la garrocha, cuando lo
grotesco y el amarillismo generan ganancias. En todo caso el tema no tiene nada
que ver con las ideas sino con los fallos del mercado. Si hay algo que soslayan
es la tradición del capitalismo maduro de producir leyes reguladoras para
evitar el exclusivismo, los monopolios o el acaparamiento.
Las normas antimonopólicas, desarrolladas desde la
iniciativa del senador John Sherman en 1890, son emblemáticas. Surgieron para
controlar la codicia de las empresas petroleras y acabaron por convertirse en
parte de la cultura norteamericana y europea.
En cuanto a la prensa, en Francia, desde 1986, existe una
ley que limita al 30% la concentración de medios y en España un organismo
estatal toma a su cargo el control de un límite parecido. El criterio parte de
la protección al consumidor, a fin de garantizarle la mayor oferta posible de
medios desde la pluralidad. El gran reto del mercado para que funcione
adecuadamente, apunta a promover la atomicidad, la calidad homogénea de lo
ofertado y la transparencia.
La intervención del Estado como representante del interés
general y del bien común deviene elemental para frenar la codicia, un pecado
capital que no puede autolimitarse.
Si la dictadura ideológica del neoliberalismo criollo,
empeñado en minimizar al Estado y acabar con los derechos sociales, impide
hasta ahora que superemos el capitalismo “chicha”, la decisión judicial,
obligada a fijar el límite del acaparamiento, sería un buen paso para aprobar
una ley que impida que la competencia sea anulada por la avaricia.
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