En ambos procesos la votación es obligatoria, abierta y simultánea para todos los partidos que aspiren a participar en los comicios definitivos. Sufragan todos los registrados en el padrón oficial, los que ciertamente escogen al partido y a los candidatos de su preferencia.
El mecanismo le da mayor legitimidad a los postulantes y contribuye al fortalecimiento de las instituciones democráticas. Así los que pretenden llegar a la más alta magistratura de la república o encarnar a la representación nacional, consiguen desde el principio respaldo ciudadano.
En el país, la ley de partidos aprobada la década pasada, apenas dio tímidos pasos en ese sentido. Por ejemplo días atrás nos enteramos de que algunos partidos convocaron a elecciones internas supervisadas por la ONPE, para formar sus listas a las municipales complementarias de Lima. El acto solo permite que voten los militantes. Ninguno se atreve a enseñar cuantos votaron, ni siquiera a mostrar cuantos candidatos contendieron.
Algunas fuerzas como el Partido Aprista, el PPC y grupos de izquierda, aplican ocasionalmente el esquema, pero la fórmula es muy débil. Primero porque depende de la voluntad de las dirigencias y luego cuando intentan algo mayor, la ONPE responde que carece de presupuesto para intervenir. Finalmente los partidos, grandes cultores del apotegma de Robert Michels sobre la ley de hierro de las oligarquías, terminan por “depurar” las listas, imponiendo a quien les parezca.
El resultado, en un país políticamente fragmentado y con partidos que no superan la crisis de representatividad de los años noventa y movimientos de ocasión, no resuelve nada. La propia historia de golpes y dictaduras, generó un efecto perverso, el caudillismo civil, que reproduce como un espejo las pautas de los caudillos militares y presidencialistas del siglo XIX. Creen que su liderazgo político dura toda la vida, no comprenden la alternancia en el poder en sus partidos, convencidos de que el principio sirve para los demás.
En el caso peruano la cosa resulta más complicada. Desde el fujimorato, el Congreso diminuto aparece repleto de empresarios y de lugareños “mediáticos”, pendientes del costo beneficio y no del interés general. Lejanos por tanto de la idea de construir un sistema republicano sustentado en los partidos, experiencias como las que señalamos puede que les suenen extravagantes.
Corresponde entonces a las fuerzas más solventes desde la sociedad civil, impulsar una modificación radical de la ley electoral, para que los partidos tengan una sólida base ciudadana que les dé sustento.
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