Desde su elección, Jorge Mario Bergoglio llamó la atención.
Escogió un nombre que no figuraba en el registro, quizás por la humildad
ejemplar del santo de Asís. Sus gestos distantes de la pomposa etiqueta
vaticana, recordaron que en los cónclaves cardenalicios proponía sacar de la
crisis a la Iglesia terminando con la corrupción y el lujo.
Su comportamiento no resulta fácil de clasificar a la luz de
los últimos papados. No entra en el rango de la teología de la Liberación, como
algunos supondrían, pero sus planteamientos remecen a la Curia.
Sus fuentes de inspiración no están fuera de la fe cristiana.
Al contrario, los teólogos que comparten sus puntos de vista recuerdan al
profeta Amós, un pastor de los tiempos bíblicos del judaísmo, quien ocho siglos
antes de Cristo anunciaba castigos divinos, si reyes y sacerdotes vivían en la
corrupción y en la riqueza sin atender la miseria del pueblo. Fue el primer
profeta, con libro propio en la Biblia, que predicaba contra los ricos, por la
igualdad y la justicia social.
Prédica que varios siglos después proclama otro profeta
judío, llamado Jesús. Fue la característica de la nueva escisión, hasta su
conversión en religión estatal cuando la adopta el emperador Constantino en el
siglo IV.
Al anunciar que va a reformar el manejo del banco vaticano,
convertido en paraíso fiscal por los lavadores de activos o cuando señala que
él no es nadie para juzgar a los gais, pisa fuerte. Incluso su decisión de
vivir en un hotel que aloja a los sacerdotes de la periferia de la Iglesia,
rompe el molde. Así supera el cerco que la Curia impone a los papas y se libra
del espionaje habitual en los aposentos pontificios.
Un antecesor suyo, Albino Luciani, propuso cosas muy
parecidas, adhiriéndose a las reformas del Concilio Vaticano II; hasta escogió
como lema “humilitas”. Murió extrañamente a los 33 días de su elección, en setiembre
de 1978.
Francisco reclama una nueva teología de la mujer, que puede
convertirse en toda una revolución si apunta a la igualdad de género. El
catolicismo medieval puso a la hembra de la especie en un plano subordinado. La
interpretación de San Agustín, inspirado en Plotino, un místico pagano y
misógino del siglo III, llevó a culparla de la perdición y la carne acabó como
territorio del pecado.
Su vocación por combatir la pobreza desde la solidaridad con
los excluidos, su exigencia de justicia social y su revalorización de la mujer,
impactarán más allá de los límites de su fe, en una sociedad preocupada por
hacer realidad el tiempo de los derechos.
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