El avance del ejército ruso en la península de Crimea resucita los fantasmas de la Guerra Fría. En siglo pasado tras la II Guerra Mundial, el juego de posiciones entre el campo soviético y Occidente formaba parte de la tensión cotidiana.
La caída del gobierno pro moscovita de Ucrania dispara la tensión en una zona disputada por siglos. Enfrentó a los zares con los austro-húngaros, turco-otomanos y potencias occidentales que querían controlar una rica región agrícola y comercial que alcanzó su esplendor mil años antes. A mediados del siglo XIX, una de las pocas guerras de la centuria asoló la estratégica península sobre el Mar Negro, cuando una alianza franco británica con el Imperio Austro Húngaro quería evitar el dominio zarista.
Incluso durante la existencia de la Unión Soviética, Ucrania mantuvo un estatus especial con sitio propio en las Naciones Unidas. A su vez, la península gozaba de autonomía y fue cedida por Nikita Jruschov a dicha república federada. Su estratégica ubicación la convirtió en base naval de la poderosa flota rusa y a Sebastopol su ciudad más importante, le reconocieron un rango particular.
La crisis actual estalla cuando el presidente Víktor Yanukovich rechaza los acuerdos con la Unión Europea y decide profundizar las relaciones con el Kremlin. La respuesta popular resulta explosiva e impresionante. Hartos de las posturas autoritarias del viejo militante comunista, los ucranios saben perfectamente de que va cada opción. La alianza con Europa significaría la plena vigencia del estado de derecho, de la pluralidad y la alternancia en el poder. Algo muy distinto al autoritarismo que el estilo Putin impone en la vasta Federación Rusa.
La putinización de la antigua Unión Soviética mezcla varios factores. Un movimiento político férreamente liderado por el ex KGB, que gana desde principios de siglo elección tras elección, sin mucho respeto por el juego limpio. Un esquema de desarrollo capitalista que trata de sacar al país que ocupa la sexta parte del planeta, del atraso económico y tecnológico en que quedó tras el colapso del Partido Comunista, con una nueva clase de multimillonarios surgidos de la antigua nomenclatura.
En el plano ideológico, fomenta una estrecha alianza con la reaccionaria Iglesia Ortodoxa, gobiernista por los siglos de los siglos, baluarte de la Rusia imperial. Con tales componentes, su gran reto es volver a convertir a su patria de nuevo en gran potencia mundial.
Las cosas tras veinticinco años de la caída del Muro de Berlín no son tan sencillas, porque a su lado el dragón chino hace rato que despertó y les lleva años luz de ventaja en su avance capitalista y la antes amigable India ahora compite con creciente solvencia. El juego geopolítico puede complicarse pero su peso como miembro del G 8 no es casual.
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