Los analistas toman con sorpresa la envergadura de las manifestaciones en las grandes ciudades, motivadas inicialmente por el aumento del pasaje urbano en veinte centavos. Hay quienes comparan el pretexto de las marchas con la revuelta en Turquía, donde la remodelación de un espacio urbano acaba en el repudio al régimen. Hasta aquí llega el parecido, porque Brasil no enfrenta los intentos de los gobernantes turcos de imponer el islamismo y limitar las libertades.
Brasil es una democracia en plena ebullición, que en los últimos lustros muestra un crecimiento significativo, tal como otros países en la región. Sus programas sociales logran que veinte millones de personas salgan de la pobreza. La expectativa de sus clases dirigentes apunta a llegar a potencia mundial en un lapso no muy prolongado.
Lo que no consiguen es superar la ya vieja etiqueta de “Belindia”, mezcla de Bélgica y la India , que los sociólogos acuñaron décadas atrás para explicar la desigualdad. Sus logros son importantes y, como la mayoría en el área, sus tasas de crecimiento mejoran la situación que vivía en el siglo pasado.
Los gobiernos del Partido de los Trabajadores y el liderazgo internacional de Luiz Inácio Lula da Silva, configuraron la imagen positiva del mayor país latinoamericano. Lula impulsó una alianza con los grandes empresarios en un marco de estabilidad económica, sin renunciar a la presencia tradicional del Estado en sectores estratégicos.
Sus políticas asistencialistas le ganaron respaldo, pero ahora muestran sus límites. Su apoyo a la gran burguesía permitió la multiplicación de fortunas como la de su preferido Eike Batista, convertido en su gobierno en uno de los hombres más ricos del mundo. Dueño de empresas mineras, petroleras, gasíferas y logísticas; favorecido con toda clase de concesiones y créditos públicos, cae ahora en desgracia.
La corrupción es un mal que azota la política brasileña, al punto que
La gente aprecia el crecimiento y que el sector de ingresos medios aumente, pero no soporta el favoritismo a los grandes propietarios ni la corrupción en la administración pública. Tampoco los gastos faraónicos para el Mundial de fútbol mientras la salud, la educación y las infraestructuras, tienen severas deficiencias.
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